
JHON JAIRO MURIEL


EMOCIONES Y SENSACIONES EN TIEMPO REAL: JHON JAIRO MURIEL EN EL METRO GUERRERO.
POR CARLOS FERNANDO QUINTERO VALENCIA.
Teniendo como marco Espacio Temporal México, el artista Jhon Jairo Muriel, realizó desde el 13 de julio una acción artística plástica, en la estación de el metro Guerrero del Distrito Federal. Fiel a su estilo, la obra de muriel se ubica dentro de las tendencias abstraccionistas de las últimas décadas. Sin embargo, para ésta ocasión abandona las telas, los caballetes y la intimidad de su estudio y se lanza a la mirada del público, en un acto que no desdeña la interacción. Es así como aborda directamente el espacio de exposiciones del metro en la realización de una pintura mural efímera de aproximadamente 60 metros cuadraros.
Abordar una acción pictórica en el espacio público implica la conjunción de una cantidad de elementos significativos, que son el posible colofón de las artes del siglo XX. En primer lugar encontramos un interés por la expresión libre del individuo. Si bien desde el renacimiento se plantea la importancia de la libertad creadora del arista, es en el Romanticismo se v a lograr ésta meta, que tiene como consecuencia la oposición a las normas de la academia, situación que se va a incrementar con las vanguardias. Lo expresivo va a desplazar paulatinamente a lo mimético, hasta llegar a lo que se conoce como lo abstracto.
Lo que se conoce comúnmente como abstracción modernista o moderna tiene en sus inicios a representantes como Vassily Kandinsky, Casimir Malevich, Paul Klee, Piet Mondrian, entre muchos otros. Como una característica común a las inquietudes plásticas de los primeros años del siglo XX está la búsqueda de lo esencial y lo substancial, en donde lo metafisico adquiere un papel protagónico. Implica el retorna al origen, a lo primigenio, que muchos artistas identifican con lo natural. También, se da una mirada que escruta las sociedades consideradas como primitivas, como seria el caso de las comunidades de África, Asia, Oceanía y América.
El punto culminante, en donde se unen la búsqueda por lo esencial y lo substancial y la expresión individual, será la obra de Jackson Pollock. Este artista, con la valoración del proceso productivo por encima del objeto resultante, se convierte en uno de los hitos fundamentales del arte de acción, lo que abre la puerta a otras posibilidades en términos de lo procesual y de lo no objetual.
No podemos dejar de lado, y como parte de éste devenir, que durante el siglo XX se generan los más fuertes cuestionamientos a la pintura de caballete. Ya en Dadá se la tilda de burguesa, lo que implica una distancia de la gente y por extensión de la realidad social y política del contexto. Estos argumentos los retoman tendencias, movimientos y personajes de las artes como el muralismo mexicano el Neorrealismo francés y las tendencias artísticas internacionales desde los 50, que influyen decididamente en las artes de hoy.
En otro gran cuestionamiento a la pintura de caballete está en relación al tiempo y el espacio. El borde de el cuadro, generalmente señalado por el marco, plantea una distancia física espacial donde la pintura plantea una realidad otra, deferente al plano del espectador y a la realidad contextual. En relación con el tiempo, la pintura tradicional a lo más que llega es a un tiempo simulado, a una retardación en términos de Duchamp. Es una temporalidad que se establece en primer lugar como un registro de la acción del artista y que se recrea con el acto perceptivo del espectador. Al l establecerse estos dos condicionamientos, los artistas comienzan a buscar desesperadamente nuevas formas de producción y de expresión que desembocan primero en el uso de objetos, luego en la apropiación del espacio físico (instalación o enviroments) y finalmente en la presencia e Interacción física del autor (happening y performance).
En la acción de pintar las paredes del metro Guerrero Jhon Jairo Muriel se sitúa en un punto en donde confluyen estas inquietudes. Su pintura, cargada de gestos y colores, en donde predominan los tonos de azul y verde exaltados por algunos tonos calidos, es una expresión de sus in quietudes íntimas que se vuelven públicas desde el mismo acto de producir la obra. Durante el proceso las personas que pasan comentan, ven, interactúan con esa intimidad del artista. Muriel sale del contenedor, observa a los transeúntes en relación con su pintura, piensa y vive el espacio y el tiempo. El tiempo que transcurre entre los grupos de viajeros, el tiempo de las infinitas caminatas, y aquellos breves lapsos de sosiego, de silencio. El está allí mientras la ciudad se mueve a su alrededor. Es así como la relación desde el interior del artista con lo contextual se intensifica. El tiempo y el espacio de la obra es el tiempo y el espacio real, tangible. Su pintura es un registro vivo. El espectador, el usuario del sistema de transporte que a diario camina por el pasillo, ha sido testigo del proceso. Ha vivido con el artista. Ha compartido desde su rápido andar la experiencia creativa. No es ya un espectador pasivo de recrea. Hace parte de la creación como sujeto y objeto de la misma.

Reminiscencia - Devenir
por Carlos Aranda Márquez
“¿Cómo no iban a ser relativos los movimientos de
desterritorialización y los procesos de
reterritorialización, a estar en constante conexión ,
incluidos los unos en otros? La orquídea se
desterritorializa al formar una imagen , un calco de
la avispa; pero la avispa se reterritorializa en esa
imagen. No obstante, tambien la avispa se
desterritorializa, deviene una pieza del aparato de
reproducción de la orquídea; pero reterritorializa a
la orquídea al transportar el polen.”
Gilles Deleuze - Felix Guattari
Mil Mesetas, Capitalismo y Esquizofrenia
Invernadero, la obra emprendida por Jhon Jairo Muriel
es incómoda e ingrata. No es una pintura de caballete,
ni tampoco es un fresco ni mucho menos es un mural.
Tampoco pretende ser una instalación en el sentido
lato que se le dió a aquellas obras tridimensionales
que intentaban cuestionar la escultura en las últimas
dos décadas del siglo XX. Entonces, brota la pregunta
obligada: ¿Qué es Invernadero?
Es una experiencia más cercana a la ambientación pop,
al trampantojo mural decimonónico y a las imágenes que
generan nuestros recuerdos en nuestra psique; No es
nostalgia de lo que no se tiene, sino reminiscencia de
lo que se quiere. Jhon Jairo Muriel no quiere que
veamos una sucesión de cuadros en donde el artista
establece un orden cósmico en el caos de la selva o la
naturaleza. Lo que desea es que nos adentremos en la
memoria menos narrativa de su infancia, la cual nos
proyecta hacia su devenir más plástico. Si el hombre
intentó imponer un orden civilizatorio a la naturaleza
con sus urbes y su historia, la naturaleza nos
demuestra una y otra vez su furia ciega, su futuro no
lineal.
Invernadero deviene así en una obra que legitima el
espacio que ocupa y no espera que la institución
museográfica la valide. El hecho de invadir cualquier
resquicio blanco aristotélico, de anular cualquier
percepción de la arquitectura cambia el peso de la
pregunta, se vuelve pregunta. Invernadero no es el
sitio de reposo de la semilla, ni la ventana
renacentista que nos asegura una línea de horizonte,
es el bulbo que empezó en otras series de obras de
Jhon Jairo Muriel y que seguirá invadiendo otros
espacios, como el pasto invade las arquitecturas más
sagradas, de ahí su intensa incomodidad.
xCarlos Aranda Márquez
Jhon Jairo Muriel G.
por Carlos Arturo Fernandez Uribe
JHON JAIRO MURIEL G.
El arte contemporáneo no puede entenderse por fuera de la multiplicidad de tendencias que se presentan como resultado de la desaparición de los modelos supraregionales y de la conversión de la historia del arte en material de libre consulta y citación para los artistas de hoy. En ese contexto la pintura de paisaje es uno de los fenómenos más interesantes, por los dos términos de su definición: como pintura y como paisaje.
En realidad, el paisaje fue una de las temáticas que más tuvieron que ver en la aparición del arte actual, desde su concepción romántica en la primera parte del siglo XIX hasta las elaboraciones del impresionismo y del postimpresionismo. Es cierto que más adelante, ya a lo largo de este siglo, el paisaje fue rechazado, quizá porque se veía como una de las maneras más evidentes a través de las cuales sobrevivía enquistada la concepción del arte como reproducción de la realidad exterior. Ahora, en este final del siglo, junto con la problemática ecológica y ambiental y, por qué no, también con la permanente reivindicación de la riqueza cultural de la región, el paisaje recobra toda su fuerza y se ubica sólidamente dentro de las discusiones estéticas más actuales.
Los paisajes de Jhon Jairo Muriel no se detienen en la felicidad bucólica y hedonista del paisaje antiguo. Son paisajes que ya viven con absoluta naturalidad la revaluación expresionista y por ello se plantean por medio de la violencia de un trazo que a veces casi se hace pintura de acción. Pero al mismo tiempo saben que ese expresionismo tiene un alma romántica, por lo que descubren en esos trazos la compenetración con lo real y la revelación “panteista” que lo constituye: estamos muy lejos del equilibrio clásico entre el sujeto y el objeto, producto de la sensación y la reflexión de Cézanne. Aquí el paisaje parece ser todo y nos invade con su totalidad, fuera de él parece no existir nada que pueda importar.
Jhon Jairo Muriel parte de paisajes que conoce; o mejor aún, de paisajes que ” lo conocen”, los que hicieron su infancia y conforman el marco de su hábitat familiar, el paisaje del suroeste cercano, de la vereda nativa de Amagá.
Pero no se detiene en su análisis exterior sino que lo enfrenta con la violencia y la ternura del acto de amor. Muriel comienza por identificar un trozo de paisaje, que busca por sus posibilidades plásticas y expresivas, y después de poseerlo, es decir, después de definir rudamente su estructura por medio de fuertes brochazos, pasa a acariciarlo con el pincel, haciendo vibrar su piel con las dulzuras del color. Así, en medio de un frenesí de trazos y tintes, logra pinturas sólidamente coherentes, con un sutil manejo de los tonos y de los contrastes de color que le permiten crear una especialidad efectiva. Es, sin lugar a dudas, su paisaje tropical, denso y cálido, lleno de emoción. Muriel descubre el paisaje en un cuadro, en su proceso que es exactamente opuesto al del paisajista tradicional quien se dedica a encontrar “cuadros” en el paisaje.
Y lo descubre para nosotros, los espectadores de su obra. Porque hay una dialéctica descubierta entre la visión puntual que lo lleva a entregarnos un trozo casi insignificante del paisaje, y su tendencia al gran formato. Así, estos paisajes enormes, que parecemos estar mirando casi con el lente de aumento, nos envuelven con sus cálidos colores y su olor a vida y humedad, nos revelan las luces tórridas y las sombras vírgenes de mediodía. Y, en una nueva contradicción, nos hacen ver que es imposible captar este minúsculo mundo de maravillas.
Es que quizá Jhon Jairo Muriel, como los buenos románticos, quisiera llevarnos de nuevo frente a la revelación de lo sublime, que encuentra en el paisaje su más clara palabra.
Carlos Arturo Fernández Uribe
Profesor de la Facultad de Artes- Universidad de Antioquia. Colombia.


MIRADA AL SUR
Pinturas de John Jairo Muriel por Carlos Galeano Curador
Nuevas tierras no hallarás, no hallarás otros mares. La ciudad te seguirá. Vagarás por las mismas calles. Y en los mismos barrios te harás viejo y en estas mismas casas encanecerás. Siempre llegarás a esta ciudad. Para otro lugar -no esperes- no hay barco para ti, no hay camino, nos decía Kavafis en algún segmento de su poema “La Ciudad”. Y si bien es cierto que el viajero citadino ha sentido alguna vez la conexión umbilical entre las calles que eventualmente recorre en las ciudades foráneas y aquellas su de juventud, también lo es que el espíritu que se ha moldeado en nuestra montaña agreste igual posee un vínculo indisoluble con la vegetación, con la exhuberancia del paisaje andino.
En los largos años en que John Jairo Muriel habitó en Ciudad de México, el vínculo con su paisaje original de Amagá no solo no se diluyó, sino que al contrario parece haberse ratificado un sentido de pertenencia física y de pregunta metafísica. Así, en la acción doble de su pintura se hace evidente, en un primer sentido, una observación detallada de los rincones enmarañados de la selva, o de las abruptas emanaciones atmosféricas del trópico, y en el otro sentido, una mirada atenta al estado interior de su espíritu, que encuentra en la contraposición de líneas y manchas –en apariencia caóticas-, el sentido clarificado de su ser en el mundo.
Mirada al Sur recoge algunas de las obras que el artista ha venido realizando en la etapa de retorno a su región natal. Pensarán algunos que en el fondo de las pinturas existe un sentido bucólico de afirmación de raíces; pensarán otros que se trata de una búsqueda por la abstracción y la depuración del color y el gesto de la pintura. Veo yo, en otro sentido, la afirmación vital de un ser que manifiesta haber encontrado algunas verdades en su camino, en el que, en tanto más se ha logrado alejar, más ha llegado a su esencia.
Carlos Galeano
Curador
PAISAJES DE LA MEMORIA Y LA MEMORIA DEL PAISAJE
Por: Diego León Arango Gómez
¿Qué hay de diferente en la obra de Muriel como distinguirse de la de sus colegas del campo de la abstracción, en la línea de un valorizado expresionismo que apoya su fuerza en el gesto pictórico? ¿Qué hace que su propuesta pictórica tenga valor propio y no sea un “refrito”, una parodia más del reciclado artístico?
No dudo en que la insistencia en el paisaje por parte de un pintor de fuertes raíces telúricas que vive y trabaja en una urbe como México, tiene un significado más allá de la primera impresión que nos regala su obra, máxime tratándose de un profesional con una fuerte formación académica, suficiente bagaje teórico, amplio y claro conocimiento de la historia del arte y de las manifestaciones artísticas contemporáneas.
Descifrar el núcleo de sentido de su obra es un reto para quienes nos resistimos a creer que en ellos hay un simple juego romántico de evocación del paisaje perdido, una reminiscencia bucólica del edén, de la naturaleza virgen y arcaica, primitiva y agreste, por oposición a la barbarie de la civilización y a la desertización urbana.
En los procedimientos que emplea Muriel puede advertirse un anclaje en la tradición, que lo distancia de los procedimientos radicales del concretismo abstracto y de sus finalidades. Muriel parte de fotografías de paisajes y de entornos cercanos para extraer fragmentos, a los que aplica un proceso de reducción formal para quedarse con lo esencial y estructural. Luego los amplifica en el plano pictórico para generar masa y espacio, pero sin ninguna relación aparente con los referentes. Ha desmaterializado las formas para quedarse con su núcleo pictórico y su estructura dinámica.
La aventura del color-paisaje es controlada. No reduce el color a su naturaleza matérica y plástica, pero tampoco claudica en la forma figurativa que dona la realidad y, menos, la asume como un elemento simbólico. Forma-materia y paisaje aparecen como esbozos que prefiguran una realidad, dejándola en el límite de lo comprensible y lo posible, a medio camino entre los recuerdos: entre aquellos que conectan al artista con sus vivencias y la capacidad de generación de emociones y los recuerdos que hace revivir las historias personales de su público.
En sus obras no aflora el paisaje tradicional, ni ninguno específico que se pueda documentar. En el límite entre abstracción y representación, Muriel capta el esquema que actuaría como la matriz de todo paisaje, un pattern que dispara en el espectador la evocación de la naturaleza, la nutre de tintes emocionales y la llena de sentidos, cuando las luces y los variados matices detonan los recuerdos que dan significación, coherencia y plenitud a nuestras vidas. Es el croquis elemental que activa la memoria del paisaje. Su obra evoca los recuerdos y nos pone en una situación paradójica, de familiaridad por hacer grata la aproximación a la obra, y al mismo tiempo de desconcierto, porque el paisaje se sustrae, o, mejor, se contiene, sin donarse en la epifanía de un hecho revelado.
El color y los gestos predominan y subordinan la forma. Solo ceden ante la imponencia del formato, que nos avasalla y nos envuelve en un ambiente de fuerza explosiva, abandonados en medio de una composición que nos inunda. En el plano, las coloraciones se funden y en sus variaciones nos ofrecen las vibrantes y fugaces formas del caleidoscopio urbano. La metrópoli bulle de tintes y movimiento.
En la agitación cotidiana se ensamblan los colores estáticos de los anuncios y las vitrinas con el iridiscente movimiento del tráfico de hombres, vehículos y luces rutilantes.
Los gestos pictóricos de Muriel, sobre el plano de sus obras, tienen el mismo carácter del trasegar urbano; a veces orientados y decididos como los controlados movimientos de autobuses, taxis y automóviles, otras vacilantes y sin rumbo, errantes en la maraña de los itinerarios personales que se confunden y traslapan o que se pierden por las esquinas y entre los vericuetos de las avenidas, jardines y estatuas… Parecieran coexistir en la forma de su trazo inicial, pero luego, nómadas y sin destino, se desvanecen en la indiferencia, para fundirse en la masa cromática y palpitante de la ciudad. Nuevamente el pattern se activa y se despiertan los dormidos paisajes de la memoria, en los ecos de una evocación sin forma.
Medellín, 26 de septiembre de 2007

SELVA TROPICAL O TESTIMONIO VISUAL DE LA EXISTENCIA
por German A. Benjumea Zapata
Sólo una mirada al contexto
En la década de los noventas los circuitos de arte en la ciudad de Medellín estaban fascinados con los coletazos del arte conceptual, en cada salón se podían recorrer docenas de instalaciones a manera de “tugurios” que almacenaban las intenciones de los jóvenes artistas en montones de chatarra, “cositas” sobrepuestas con cuidado, ensamblajes, ripio de vidrios, aserrín, etc.; los performances, los happenings, estaban al último grito de la moda; se podía además, apreciar la “explotación” del cuerpo humano en todas sus dimensiones. En general, predominó la informalidad (o quizá el informalismo) en las expresiones artísticas que se mostraron en los salones de arte, las galerías y los museos locales. Por otro lado, en la escena pictórica, estaban los pintores tradicionalmente conocidos como artistas comerciales o de caballete, con grandes telas de bodegones, ollas averiadas, escenas populares de campesinos, pescadores, caballos y caballistas. Estas manifestaciones imperaban en dos mundos, uno seudo-profesional y otro, peyorativamente denominado comercial. En esta década el coleccionismo era prácticamente inexistente, pues el lavado de activos en galerías de arte de fachada terminó deteriorando y confundiendo los compradores; ni que decir de la distribución y la participación de la producción plástica, hasta se concibieron salones de carácter regional, que ni catálogo hicieron. No se vislumbraba la comprensión del arte contemporáneo por parte del público, a pesar de ello se asistía puntualmente a los actos social- religiosos de los dos o tres sitios establecidos por profesores y artistas del “sanedrín”.
En la pintura profesional (hecha por artistas titulados o estudiantes de últimos semestres de las facultades de artes), se pudieron apreciar multitud de interpretaciones de la escena social: los sicarios, la muerte, las desapariciones, los bohemios, en una especie de fascinación con la tragedia que se estaba viviendo. Otros impusieron la tendencia de mirarse así mismos y representaron su nostalgia en los espacios del hogar y el existencialismo propio de final de siglo, y en este caso de fin de milenio, pinturas (casi siempre expresionistas) de taburetes, zapatos, brazadas, rincones de la casa, patios, matas, candados, entre otras cosas, atiborraron la escena pictórica.
Ahí en medio de este ambiente cultural surgió como artista un joven de Amagá que llamaba la atención por su actitud extrovertida, además de su tez morena, su pelo largo de colas y su bigote “montañero”: Jhon Jairo Muriel González. Muriel no le jugó a la verborrea posmoderna y demostró con su disciplina que la pintura podía seguir siendo pura y no necesitaba de artilugios y efectos dialécticos para ser auténtica. Pronto halló un estilo pintando algo que sus colegas denominaron por mucho tiempo “selvas tropicales”, pinturas de formato grande con pinceladas, chorros y brochazos gruesos y rápidos.
La búsqueda de un estilo
La sociedad antioqueña sumergida en un imaginario colectivo de “emprenderismo”, “berraquera” y laboriosidad, esta atravesada por las grandes contradicciones del progreso y de la injusticia social. Amagá, municipio antioqueño, pueblo natal de Muriel es una población ubicada a las afueras de Medellín, hacia la región del suroeste. Allí, algunos pobladores, desde muy temprana edad combinan las actividades agrícolas con la minería de socavón. En este ambiente se caminan largas jornadas para llegar a las minas de carbón. Con la mirada perdida en el camino, en medio del campo y de la vegetación de las veredas; en esos trayectos por la escarpada montaña, de repente surgen en medio de los verdes florecillas como los clavellines, los besos y las violetas, por supuesto, los reflejos de charcos y los arroyuelos, como dando un aliento en la jornada. La obra pictórica de Muriel reflejó por varios años esas trayectorias y esos instantes del camino cerrado.
Cuando se miran las pinturas de la etapa de formación de Muriel puede sentirse que se trata de una metáfora de ausencias reflejada en paisajes. Así, esa denominada “selva tropical” es mas una mirada del paisaje cerrado por la maleza de las montañas expresado en colores, con una paleta predominantemente fría y apastelada con algunas chispas de color a manera de flor, rama, hoja o charco. Verdes entre verdes, acompañaron la búsqueda de un estilo. Muriel se entregó a la acción de pintar sólo partiendo de sus emociones, su paleta era la tela y parecía que la obra le hablaba.
En el año 2001 cambió el color, el formato y la expresión plástica. El ritmo y la musicalidad de sus pinturas se aceleraron, los colores se calentaron, en un predominio de contrastes naranjas, rojos y ocres. Por supuesto, había pasado algo en su vida que lo obligó a pensar en otras cosas muy diferentes a las que hasta ahora había pensado. Había salido de Medellín, se instaló en la ciudad más poblada del hemisferio: México Distrito Federal. El individualismo y la fuerza que le exigía estar en un ambiente tan diferente le abrió las posibilidades de experimentar y buscar una resignificación de su trabajo, él mismo se convirtió en su peor crítico, en muy poco tiempo su pintura renunciaba a los elementos propios que antes lo identificaban, entró en la abstracción. Un expresionismo abstracto auténtico y emotivo, que se sigue justificando desde más allá del trópico.
En medio de estas convulsiones se le atravesaron otros aspectos, propios de los terrícolas: la paternidad en la distancia, el amor y el desamor. Ese momento fue en la pintura un rastro de emociones encontradas, ya no había pista del verde entre verdes, sino que sus emociones pasaban de la figuración a la abstracción simbólica, chorreados por doquiera contrastando con los difuminados de las pinceladas y otra vez la necesidad de representación.
En los últimos años esas experiencias personales le propiciaron una madurez plástica y un nivel en el campo pictórico que lo ubican como un pintor de talla internacional. La obra pictórica de Muriel, pinturas de caballete y monotipos de gran formato, hacen parte de colecciones importantes de Colombia, Estados Unidos, Perú, México, Argentina, España e Italia, entre otros países, de la cual ya se hacen referencias
Hoy en sus pinturas se pueden apreciar la madurez de sus planteamientos plásticos y al mismo tiempo, ser testigo de sus emociones.
Medellín, julio de 2007.

ARTE POR NATURALEZA
Por Luis Germán sierra Jaramillo.
La pintura de Jhon Jairo Muriel podría definirse con la sola palabra movimiento. Escrita, esa palabra ya no es la misma: lleva consigo un tiempo cambiante, un espacio otro, una luz multiforme, un espíritu mudado. Características pertenecientes a una obra que no le riñe al espectador el extasiamiento propio de quien detiene su mirada en la hondura de un paisaje que se entrega, amplio y generoso, sin preguntas ni dilemas. Cuadros que combaten el frío cortante de una disección y de un concepto abarcante o, peor, reduccionista.
El paisaje, tema por definición hasta el momento de Muriel, a menudo deviene signo en tanto el artista se aleja concientemente del referente directo de ese tema, no tanto por el agotamiento entendible que allí subyace, sino porque el arte, cuando lo es de verdad, encuentra su significación en las periferias, afuera de los centros que dan con una realidad agotada en sí misma. Y el afuera de este artista bien podría encontrarse en su más acendrada intimidad, es decir, en la forma más pura de su mirada, que no es otra que la del niño dueño de un paisaje que entró a sus ojos, de una vez y para siempre, la múltiple variedad de los colores de una naturaleza espontánea y fornida, hecha luz y sombra, hecha lenguaje para tocar y respirar. En un artista ya recorrido por su propia experiencia, el color no es una herramienta, sino el espíritu que asiste sus pensamientos.
No es uno el espacio ni el tiempo de esta pintura. No es una la luz. Cuando es referencial su pintura, el color se divierte por entre boscajes y naturalezas con precisión y con soltura, pero su dinamismo es el de la fuga controlada por las formas que, tras su belleza, no decaen hacia la apatía de la costumbre. Cuando, en otras instancias, el tema, aunque continúe allí, pierde el valor que lo denota, comienza un movimiento más severo, más vital también, en el cual la imaginación pictórica ya es una exigencia acentuada en el lienzo, muy lejos de sus límites. Abstracciones donde todavía se yerguen las formas impetuosas del paisaje, pero abandonadas en una suerte de sueño brumoso. La luz va y viene en amarillos, verdes, azules y rojos sumiendo las telas en la serena ebriedad de un trópico que despunta a la manera de una epifanía permanente. Luz que fluye a su aire sin complejos ni timidez porque se sabe dueña del don absoluto de lo que dice sin grandes aspavientos, pero también sin las incómodas reservas de lo que guarda y se silencia so pretexto de íntimas sabidurías. Es el caso de una obra de arte en la cual su univocidad, su perplejidad en un punto de vista (único, pero diverso, cambiante y multiforme), adquiere un sentido plural gracias al uso preciso, es decir poético, de su lenguaje: la poesía no se debe al vuelo sin condiciones, sino al fino desplazamiento en tierra que parece levantarse al vuelo.
La experiencia de un pintor como Jhon Jairo Muriel, sus estudios y su estadía en México, su incursión permanente en técnicas y formatos diversos, y su concepción del arte como un ejercicio constante de vitalidad pictórica, lo consolidan en el lugar de un artista sin estancamientos y sin concesiones a sí mismo. No en vano su pintura se abre paso en espacios exigentes de América y Europa llevando la impronta de una estética que sabe abrir los ojos de quienes, muchas veces acostumbrados al estereotipo y las predecibles razones del exotismo, encuentran en esta pintura la indecible razón de un arte verdadero, sin otras máscaras que las que provee la creación y que protegen de la deleznable realidad.